Tras el auge de los cafés cantantes, el Flamenco dio un nuevo salto: pasó a representarse en teatros y plazas de toros, bajo una etiqueta que buscaba atraer a las masas: la “Ópera Flamenca”.
Durante este periodo (entre los años 1910 y 1950 aproximadamente) el repertorio cambió. Se apartaron los cantes más jondos, como la seguiriya o el martinete, en favor de estilos más alegres y que gustaban más a los que no solían escuchar flamenco jondo. Comenzaron a brillar los cantes de ida y vuelta (como las guajiras o rumbas) y las cantiñas (alegrías, mirabrás…).
Este giro no estuvo exento de críticas. Lorca y Falla, preocupados por la pérdida de lo que conocían como «Flamenco puro”, organizaron en 1922 un histórico Concurso de Cante Jondo en Granada para preservar los estilos más antiguos. Aunque el evento no tuvo mucho impacto popular, dejó una anécdota para la historia: la victoria de un niño sevillano de solo ocho años, que más tarde sería una de las grandes figuras del cante: Manolo Caracol.

En definitiva, aunque esta etapa dejó en segundo plano los cantes más jondos (que son los que más me gustan personalmente), fue clave para el desarrollo de otros que también alcanzaron una enorme riqueza musical y técnica. Además, esta fue la llamada Edad de Oro del Flamenco, con artistas inolvidables como Antonio Chacón, Manuel Torre, La Niña de los Peines y el propio Caracol.
En futuras entradas hablaré individualmente de algunos de los protagonistas de esta Edad de Oro.
¡Feliz día, flamencos!